Puntualmente, uno, una o une podría centrarse en dos, aunque no agoten la lista, porque son los que más sobresalen a este respecto. Por un lado, el ministro del Interior, Eduardo Wado de Pedro. Y por otro, el gobernador bonaerense, Axel Kicillof.
Independientemente de la suerte que corran en adelante y la alquimia que termine combinando sus apellidos en las listas, se les puede conceder a ambos la audacia de jugarse, con sus propios estilos y bajo sus propias convicciones, por un proyecto político que para muchos se desdibuja o está en un segundo plano.
Anoche, de Pedro fue protagonista de un encuentro viralizado en redes sociales con el actor Esteban Lamothe, donde el chiste era su parecido físico y la intención era mostrar al ministro de forma descontracturada. La estrategia, en términos de comunicación política, es acertada y el funcionario cultiva un perfil que, para enunciarlo con una sintaxis sub 40, “da bien” tanto para su generación como para sectores un poquito más jóvenes (la imprecisión en la segmentación etaria es autoindulgencia con nosotres mismos, los que ya pasamos los 40, sabrán comprender).
Wado es, en sí mismo, una síntesis poética potentísima de los últimos 50 años de la historia nacional. Hijo de militantes asesinados y desaparecidos por la última dictadura y sobreviviente azaroso o por destino del ataque contra su propia madre, es testimonio vivo de lo que los autores materiales e intelectuales de los crímenes de lesa humanidad pretendían aniquilar.
Que además militara en HIJOS, que la ebullición de su sangre lo llevara de nuevo a la casa donde los milicos acribillaron a su madre y que en diciembre de 2001 estuviera en las calles y fuese detenido por la Policía son parábolas y giros de una narración perfectamente coherente en su biografía personal y el padecimiento colectivo del pueblo argentino. Que al mismo tiempo las decisiones políticas que toma provoquen ruido al interior de la agrupación donde militó tanto tiempo, La Cámpora, y sostenga sus posturas, gusten más o gusten menos, también lo dotan de una madurez que muchos dirigentes no tienen.
Porque he ahí una clave central: hay cuadros políticos que se sienten cómodos en la réplica o la multiplicación de un mensaje pero hay otros que inventan caminos, así sean problemáticos, donde todo parece encierro.
Kicillof, a su manera, hace lo mismo. La literatura periodística dedicada a la rosca aborda permanentemente el tironeo que atraviesa. Dentro de la fracción kirchnerista, están los que pretenden que sea candidato a presidente y los que entienden que a toda la fuerza política le convendría que revalidara en la Gobernación.
Donde algunos, tal vez injustamente, leen un capricho del mandatario provincial quizá deba comprenderse la existencia de una audacia y la construcción de una autonomía, cimentada en una pila de votos cosechados en la elección de 2019 y una gestión apreciable al frente de la jurisdicción más difícil del país. Las objeciones que facturan que los votos con los que llegó eran de la vicepresidenta Cristina Kirchner en algún momento deberían diluirse bajo el crecimiento del dirigente que, con ese capital, hace su itinerario sin sacar los pies del plato pero construyendo su propia trayectoria. Si no, en lugar de dirigentes se estaría hablando de una construcción política de gerentes y empleados.
O dicho de otro modo, ¿cuándo se convierte un compañero en dirigente? Cuando se anima a tomar decisiones viendo más allá, y muchas veces en contra, de lo que indican los recetarios y manuales de organicidad estricta. La jefatura en política no se aplica, sino que se elige. Y la conducción, sobre todo para el peronismo, es un arte.
Nadie sabe cómo terminarán confeccionadas las listas del oficialismo pero sería saludable que empezara a concebirse la posibilidad de que los hijos de la generación diezmada tienen derecho y capacidad para hacer lo que creen que hay que hacer.
*Cynthia García y Pablo Di Pierri