Por Cynthia García y Pablo Di Pierri
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El éxito de Gran Hermano en la televisión es un espejo al que nos cuesta mirarnos. Hace unas semanas, escribió Sergio Olguín en Página 12 que este programa “rescata de las telenovelas algo que no siempre ha sabido hacer la literatura o el cine de las últimas décadas: construir personajes perfectamente definidos, héroes o villanos, víctimas o verdugos, apasionados o indiferentes, queribles u odiables”.
Sergio Olguín sobre Gran hermano
También postuló Olguín que “es mucho más rica la discusión sobre el comportamiento de los participantes del Gran Hermano que esos falsos debates políticos que ofrece la televisión y que no convencen a nadie”. Puede resultar incómodo lo que dice el periodista Olguín ; pero hay que empezar por asumir que el sistema político actual parece bastante chiquito. La profundidad de sus debates se retrajo y, por ende, la densidad ideológica se redujo.
Así, el comentario o la conversación periodística también se empobrecieron. Marcha una humilde hipótesis: salvo las honrosas excepciones de las que anhelamos participar, el periodismo sólo puede discutir aquello que la política alumbra y, si la política alumbra poco, el periodismo observa menos todavía.
De manera que lo que hace Gran Hermano anima y toca fibras íntimas que permanecían adormecidas frente al debate político. Aunque sea una especie de inconsciente colectivo de lavadero, una serie de mañas televisadas de la basura bajo la alfombra o un chusmerío de los trapitos al sol habría que preguntarse si la interna de Juntos por el Cambio ofrece algo mejor cuando Omar de Marchi y Alfredo Cornejo, los nominados de Mendoza, se pelean para que no los saquen de la casa de la derecha neoliberal.
A la par corren las disquisiciones oficialistas sobre la proscripción de Cristina Kirchner o la mesa política enclenque del Frente de Todos. Podríamos arriesgar el problema no es temático ni de formas sino de fondo o de contenido. El fascismo vence cada vez que la política se estetiza y un dirigente se ofrece como si fuera un paquete de galletitas en una góndola de supermercado. Las bios de Twitter o las selfies de Instagram no modifican el espíritu pasteurizador del fervor militante que se precisa por más que le pongamos etiquetado frontal al nombre de un diputado, una senadora o un presidente.
Sin querer o tributando al plan de los dueños de todas las cosas, estamos convirtiendo a la política en un programa de precios cuidados donde cada representante puede ser un productito más o menos caro o más o menos barato.
Repolitizar
Para evitar esta tragedia, hay que repolitizarlo todo. Pero no con una supuesta pasión ausente o una presunta intensidad condenada por los consultores de la buena onda. Repolitizar no es mostrarse serio o astuto, culto o indignado, tenaz o bien plantado. Repolitizar, por empezar, no es mostrarse. No es hacer magia después de un focus group ni tomar posición en todos y cada uno de los temas de la agenda pública.
No significa pretender que los cuadros integrales del peronismo pesquen vecinos de tu barrio y vayan a ver al carnicero, la verdulera, la maestra de tu hijo, tu amante y tu abuela para persuadirlos de que compren la idea de hacer la Comuna de París en Parque Centenario sino que el dirigente y el militante, cualquier de nosotros, encontremos el pulso, respiremos las demandas latentes y organicemos inquietudes, frustraciones y anhelos.
Repolitizar es, simplemente, organizar y darle un rumbo a la energía social disponible, la de los que ven la tele para escaparse de la angustia de sus días o la de los que idolatran a Lionel Messi y fueron la multitud más grande de la historia local festejando en las calles en diciembre. Repolitizar es conducir la felicidad cuando aparece y contener el malestar convocando a la lucha. ¿Estará listo el campo popular argentino para eso o es más cómodo putear por Gran Hermano?