El plan de dolarización de Milei sigue en el centro de la conversación económica, aunque en los últimos días sus asesores relativizaron los plazos de implementación. La falta de viabilidad política no es la única variable que preocupa. La búsqueda de soluciones mágicas para problemas complejos puede desembocar en una nueva desilusión ciudadana difícil de procesar. En el mientras tanto, los números de la macro no mejoran y hacen pensar en un 2024 delicado, independientemente del programa que se imponga en las urnas.
Te puede interesar
Las ideas estrafalarias del economista Milei encuentran rebote por el malestar económico de buena parte de la población. Tras seis años de aceleración inflacionaria con programas de todo tipo, parece existir una resignación a aceptar cambios radicales con tal de pasar la página del esquema de súper inflación. El descontento que se hizo carne en las urnas realimentó los desequilibrios macro. La disparada de los dólares paralelos fue la primera expresión de un escenario inestable, con un gobierno que carece de anclas nominales y políticas. La confirmación del resultado de las PASO potenció la incertidumbre y disparó las cotizaciones del dólar. La devaluación desordenada que impuso el Fondo Monetario terminó de complicar el panorama. El corrimiento del dólar oficial no ayudó a reducir la brecha, ampliar la recaudación, ni desincentivar las importaciones. En cambio, el salto cambiario se propagó automáticamente a los precios de los bienes de consumo durables y también derivó en un encarecimiento de muchos alimentos. El buen desempeño electoral del dirigente libertario exige afinar el análisis sobre las eventuales derivaciones de su programa económico.
Uno de los inconvenientes más evidentes para poder dolarizar es la escasez de reservas líquidas. La tasa de conversión (o tasa de ingreso a la dolarización) ha crecido notoriamente en los últimos meses, dada la debilidad financiera del Banco Central. La sequía se llevó puestas las exportaciones, y el Gobierno decidió no frenar abruptamente las compras externas para evitar un desplome de la actividad interna. Dados los precios y las variables actuales, el tipo de cambio al que se cambiarían los pesos por los dólares escala a $6.750. Se trata de un crecimiento del 350% en relación al mismo período del 2022. Nuestros cálculos toman un escenario base de cumplimiento del programa con el FMI, que exige sumar U$S 8.000 millones a las reservas en el último cuatrimestre. Si, en cambio, pensamos un escenario más promisorio con acceso a dólares frescos del exterior para financiar el proceso (como sugirió Milei), el tipo de cambio de equilibrio podría reducirse hasta los $4.330. Todos estos números no consideran la conversión de los depósitos, que se podrían cambiar de manera compulsiva por bonos de largo plazo. En todos los escenarios donde se incorpora también esa porción de pasivos bancarios, el tipo de cambio de ingreso a la dolarización se duplica.
Existen prerrequisitos institucionales que pueden trabar la implementación de un programa de dolarización. En primer lugar la medida debería pasar por el Congreso, conforme el Artículo 75 de la Constitución Nacional. Su tratamiento en esta instancia no sería sencillo, porque la abrumadora mayoría de la dirigencia política con representación parlamentaria se manifiesta en contra de extranjerizar la moneda. Además del trámite local, sería inevitable validar una aprobación del Tesoro de los Estados Unidos, para garantizar la liquidez de billetes que abastezca la demanda local. Hay cuestiones operativas casi triviales que debería atenderse, como la incorporación de una gran cantidad de billetes estadounidenses de baja denominación, que serían necesarios para todo tipo de transacciones cotidianas en una economía de pagos aún poco digitalizados. El tiempo efectivo hasta poder canjear los pesos en circulación podría ser extenso; en El Salvador duró nueve meses y en Ecuador pasó más de un año. En Argentina, con una economía mucho más grande en población y PBI per cápita, el camino sería más trabajoso.
Superado el atolladero de la puesta en marcha, la dolarización generaría un salto considerable en los precios internos, que se adecuarían a las nuevas paridades. Posterior a un fogonazo inflacionario de proporciones, es probable una convergencia del IPC a la baja, dada la nueva ancla monetaria. Después de un respiro reconfortante tras tantos años de inflación, se abriría una ventana de oportunidad para trabajar sobre la productividad de la economía. Lejos de las premisas del modelo Milei, esto debería requerir una mayor presencia del Estado para apoyar al complejo científico tecnológico, promover la inversión en sectores estratégicos y fortalecer la inversión en infraestructura. Es probable que una vez consolidada la dolarización se debata que el control de la suba descontrolada de precios es importante, pero no hace a la totalidad de los problemas económicos. Si el cambio de régimen no lograr sostener los niveles de producción es probable que se vuelvan a expresar tensiones en el mercado de trabajo, a través de una insuficiencia de empleo. Si esto ocurre en el marco de una distribución del ingreso muy desigual, se puede conjugar un cóctel social indeseable.
La pérdida de soberanía monetaria no es un cliché chauvinista. Resignar la moneda llevaría a Argentina a exponerse a cualquier shock externo sin poder usar al tipo de cambio como amortiguador. Por ejemplo, un shock bajista de precios internacionales en los commodities difícilmente dañe la solidez de la economía estadounidense, causando la devaluación del dólar. En cambio, sobre la balanza de pagos de nuestro país tendría efectos significativos, sin poder usar la paridad cambiaria para equilibrar el sector externo. En el plano macro, poco tiene que ver el ciclo económico de la principal potencial mundial con el nuestro. Aún así no se valore negativamente resignar la política monetaria, sería más sensato hacerlo en relación al real o al euro, por tratarse de economías con estructuras productivas más complementarias con la nuestra. Por último, pero no menor, en un mundo de tasas de interés altas, Argentina difícilmente podría acceder al financiamiento externo en caso de dolarizarse. Acoplar la eficiencia productiva local a ese costo de financiamiento más alto sería prohibitivo a corto plazo. Todo esto exigiría acelerar la consecución de un superávit fiscal consistente, por medio de un fuerte recorte del gasto.
Con todo, el programa de dolarización sería un salto al vacío con cambios sistémicos en el funcionamiento de la economía. El desgaste por tantos años de inflación elevada tienta con estas ideas a una parte del electorado, aunque no es clara la secuencialidad de su puesta en marcha si finalmente se impone Javier Milei. La moderación de su discurso después de las elecciones pone un halo de dudas sobre su real voluntad de aplicar rápidamente un programa disruptivo. En cualquier caso, que estas ideas hoy ocupen la centralidad del debate económico dice mucho sobre el rotundo fracaso de los últimos gobiernos.