El anuncio del nuevo billete de $2.000 nos lleva a recapacitar sobre el daño brutal de un proceso inflacionario que ya lleva una década larga acelerando. Solo desde inicios de esta gestión los billetes perdieron entre 76,3% y 78,6% ajustados por precios y tipo de cambio paralelo, respectivamente. La negativa del Gobierno a sincerar los problemas instrumentales de operar con billetes de tan baja potencia es un rasgo más de una coalición disfuncional. En lo concreto, mantener billetes de máxima denominación tan devaluados incrementa el costo de transacción generando ineficiencias. En última instancia todo esto lo paga la población. La actualización dispuesta llega tarde y es imperfecta; va a demorar varios meses hasta su puesta a punto y se desperdicia la oportunidad de sumar otros papeles más altos. Así, quedarán para el próximo Gobierno cambios más profundos sobre la política de billetes, porque a la moneda le sobran uno o dos ceros. Incluso podría ser conveniente una modificación en el signo monetario, en el marco de un plan de estabilización más general.
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Contrario a lo que se piensa la política monetaria estos años no tuvo rasgos de imprudencia. Después de la expansión obligada del primer año de pandemia se fue acotando sistemáticamente la creación primaria de dinero. El desbalance entre oferta y demanda se mantuvo a raya con el uso de las Leliqs, que no son una especie ideal, pero tampoco el monstruo que a veces se narra.
- A diferencia de las Lebacs (2016/18) las Letras de Liquidez solo permanecen en cartera de los bancos, que tienen regulaciones muy estrictas sobre sus niveles de efectivo mínimo y su posición en moneda extranjera.
- La posibilidad de modificar las condiciones de este instrumento “a tiro de comunicación” le da más flexibilidad al BCRA para adecuar su política monetaria a cada contexto. Tal es así que en los dos primeros años de esta gestión las Leliqs remuneraban significativamente debajo de la inflación.
Las intervenciones del Banco Central se limitaron a armonizar la curva soberana en pesos, para señalizar un sendero de tasas consistente con la política de financiamiento del Tesoro Nacional. Ya sobre el final del año pasado llegaron nuevas exigencias de emisión contra dólares, en el marco de las dos versiones del Dólar Soja. Podría pensarse que esta expansión es más genuina por tener correlato en divisas, aún cuando el tipo de cambio fue mucho mayor al que regía en el MULC.
La política cambiaria del Banco Central estuvo siempre condicionada por la decisión de no abandonar el cepo, manteniendo el desdoblamiento de facto. Esta restricción generó una multiplicidad de distorsiones, empeorando el funcionamiento del sistema económico como un todo. En particular, predominaron las medidas precautorias del sector privado, buscando cobertura en la demanda de bienes valuados al tipo de cambio oficial. Además, se manifestaron maniobras especulativas en materia comercial, por el incentivo a aumentar las importaciones y retrasar las exportaciones. Con ese contexto, el accionar de la autoridad monetaria se limitó a evitar una apreciación significativa del tipo de cambio contra la relación de precios entre Argentina y el resto del mundo. Este objetivo no se pudo cumplir la mayor parte del tiempo, fruto de la aceleración inflacionaria. Solo con la leve desaceleración de la última parte del 2022 el corrimiento del dólar oficial se acopló a la velocidad de los precios. Así, el índice de tipo de cambio real multilateral muestra una apreciación del 19,4% para el acumulado de la gestión Fernández hasta el mes pasado.
La señal de tasa de interés tuvo dos períodos bien diferenciados. Desde 2020 corrió por detrás de la inflación, con regulaciones de spread muy estrictas para los bancos. La etapa posterior al cierre del acuerdo con el Fondo Monetario marcó un quiebre, dado el énfasis del organismo para volcar el ahorro nacional a opciones en moneda local y empezar a aliviar la demanda de dólares. Desde mediados de 2022 se adecuó la estructura de tasa de interés, aprovechando la tenue dinámica de desaceleración del IPC. Esto generó un aumento del déficit cuasifiscal para el BCRA y del déficit financiero para el Tesoro. Por otro lado, la tasa de interés más alta encarece el costo de dolarización, lo cual puede ayudar a descomprimir en un año de ruido electoral. Como efecto secundario, haber eliminado el subsidio de tasa de interés afecta marginalmente a los actores de la producción que necesitan obtener financiamiento de corto plazo. Si bien aún se mantienen algunas líneas de crédito preferenciales para proyectos de inversión, hoy el principal escollo sobre el crédito es un entorno macro inestable que impide una buena planificación.
En resumen, la política monetaria y cambiaria de esta administración fue errática y estuvo gobernada por las urgencias políticas. La nula independencia del Banco Central, además de los problemas internos en el oficialismo, signaron restricciones múltiples para una conducción del organismo que se preocupó más por hacer equilibrio para sobrevivir que por liderar un proceso de normalización de las variables macro sobre las cuáles tiene incumbencia. También hubo aspectos exógenos que no se pueden soslayar: en 2020/21 fue necesario financiar un programa fiscal de casi 10 puntos del PBI solo a través de emisión monetaria, dada la falta de acceso al crédito. Minimizar el efecto de esa bomba atómica sobre la macro sería simplificar la realidad. En cualquier caso, para lo que resta de mandato el “Plan Aguantar” implica evitar (cueste lo que cueste) que las inconsistencias remanentes deriven en un escenario de corrida que pueda empiojar el frente político. Estacionar el auto en destino, lo menos chocado posible para que el próximo Gobierno avance en el ordenamiento con el envión que da el inicio de una nueva gestión.