Lo primero que hay que decir es que no que hay tal cosa. No existe el “voto evangélico” como si fuera un todo común o una entidad en sí misma. Podemos decir, mejor, que lo que hay es un electorado evangélico. Como hay uno católico, o como hay uno judío. Pero a nadie se le ocurriría pensar que todos los católicos votan igual, o que todos los judíos, o los musulmanes, o los budistas.
Ahí tenemos la clave principal: hablemos de electorado evangélico, o del voto de personas evangélicas.
Por otro lado, es necesario decirlo, no hay, ni en el Antiguo Testamento, ni en los Evangelios, ni en la doctrina elaborada a partir de ellos, elementos que puedan predisponer a los creyentes a adoptar un paradigma ni liberal ni de derecha, aunque a veces se presume que sí. De hecho, es mucho más fácil lo contrario. Como expresó muchas veces el teólogo Juan Stam: “lo que encuentro en la Biblia me mueve a optar por el socialismo democrático” o alguna de sus variantes, mientras que para lo otro, para optar por un capitalismo neoliberal (o alguna de sus variantes) Stam aseguraba: “no encuentro ni se me han presentado razones bíblicas para ello”.
El “voto evangélico” es una categoría inútil. Lo útil, a efectos de un análisis político, sería entenderlo como un “sector” en disputa, que es heterogéneo y diverso y cuyos puntos de contacto con los programas políticos (en todos hay algunos) son una puerta que hay que abrir si lo que se quiere es ampliar la masa electoral de cualquier fuerza política.