¿La tapa? Icónica. ¿El título? Un juego de palabras que aluden a la basura de la alta sociedad. ¿Cuántas canciones? 14 en la versión formal. En el cassette en el que lo escuché por primera vez traía un bonus track: una exquisita versión de Catalina Bahía. Cuando mi amigo tuvo el disco compacto en su casa, nos juntábamos a escucharlo. Luego llegaron las Otras caras de la Alta Suciedad. Borradores, maquetas, versiones; el germen del otro grande: Honestidad Brutal.
Alta Suciedad es un disco que no admite más laboratorio. No más hermenéutica. Ya lo hizo muy bien Walter Lezcano en Días Distintos. La Fabulosa trilogía de fin de siglo de Andrés Calamaro. Ahora hay que ponerlo a rolar. Hay que darle clic 25 veces a cada canción. Hay que escucharlo mucho y bien. Pero ya no puede analizarse más; todo el mundo sabe que es una obra maestra, que es dignísima y coherente hija de su tiempo, una confesión de época, magistralmente testimonial de un momento de la Argentina y del mundo. Todo el mundo sabe que Alta Suciedad es una denuncia, un adagio, una síntesis de todo, una novela para armar, un cuento sin fin que nunca terminará (mientras lo sigamos escuchando). Ya sabemos que Alta Suciedad es el disco que consagró a Calamaro para lo que dure la memoria de la humanidad sobre la cultura del siglo XX y XXI y del rock escrito y cantado en habla hispana.
Alta Suciedad no puede analizarse más, ya es tiempo de que se escuche como un disco indiscutible. Debe oírse una y otra vez. De adelante para atrás, de atrás para adelante. Muchas veces. Esa tiene que ser la manera de celebrarlo, y en esa celebración, celebrar toda la música.